Adem Hyaco
Un ruido fuerte me despierta de sopetón, obligándome a dar un brinco en mi silla y caerme, dándome de morros contra el suelo. Tardo un par de segundos en procesar la información y recordar dónde estoy y qué ha pasado, sobre todo porque no tengo la costumbre de despertar todas las mañanas sentado en mi escritorio. A noche debí de quedarme dormido escribiendo una carta para mandar, de nuevo, a la otra punta del mundo preguntando por alguna clase de antídoto para mi problema de piel venenosa. No sé ni porqué sigo intentándolo; en mis 19 años de vida no he conseguido nada parecido. Tampoco es que tenga nada que perder por intentarlo una vez más, supongo.
Me levanto del suelo algo aturdido y me acerco a la ventana frente a mi escritorio para tratar de averiguar que diantres había provocado aquel ruido, sin embargo a través del cristal no logré ver nada más que la habitual vista a la bahía, la cual se presentaba sumida en una calma familiar. Tras darme cuenta que de que quedarme allí mirando no iba a darme ninguna respuesta, opté por vestirme con mi habitual "caparazón" y salir a ver de que se trataba.
Bajé las escaleras con desgana mientras me ajustaba los guantes y la escafandra y, de un portazo, abrí la puerta, esperando así ahuyentar lo que fuera o quien fuera que había decidido aporrear mi casa y despertarme, ya que no tenía ni ganas ni intención de interactuar con ningún ser vivo antes del desayuno.
// sorry, ns como espezar :,)
(No pasa nada, yo tampoco :'D)
Me dirijo a la bahía, sin importarme la hora que es. Me apetece bañarme, nadar un rato. Tardo en llegar, probablemente porque aún me estoy acostumbrando a andar y me caigo cada dos por tres. Al fin llego, el mar está tranquilo y criatliano. Una vez toco el agua, me transformo en sirena y comienzo a nadar, sin alejarme mucho. Tras un rato nadando, decido salir, volviendo a mi aspecto humano y un tanto mojado, sobre todo mi pelo y parte de mi piel, mi ropa está seca. Tras estar un rato sentada en una piedra, secándome gracias al viennto, decido practicar mi forma de andar. Voy lentamente, estirando mis manos en busca de equilibrio. Tan solo me fijo en mis descalzos pies con arena, sin darme cuenta, acabo chocándome con una casa, de una forma un tanto brusca, incluso yo me asusto por el ruido, no sé como ha podido sonar tan fuerte, pero yo acabo cayendo al suelo, debido al susto del ruido. Poco después, oigo como la puerta de la cada se abre, intento huir, pero vueovo a caer al suelo.
Ariel estaba agotado. Sus flacos brazos se agarraron a la parte de atrás del carro pero fue difícil para él agarrarse y la velocidad del vehículo hizo que cayera de bruces en el suelo, pegándose un buen golpe. Durante unos segundos fue incapaz de sostenerse, y, a sabiendas de que estaba prácticamente desnudo, cubrió su cuerpo femenino con sus brazos. Aquel día su amo había elegido ropajes poco recatados; una blusa con escote que enseñaba su vientre, de mangas anchas pero con la cual casi se veían sus senos, y una falda que cubría a duras penas sus partes íntimas. La gente miraba a aquel chico como si fuera una mujer desvergonzada, y él tapaba su rostro con su cabello para evitar ver las miradas de los campesinos y transeúntes, que se sorprendían por lo exótica que era su manera de vestir.
El hombre la había abandonado, pero por poco tiempo. Muy bien sabía Ariel que su única función era servir a su dueño, aquel hombre que siempre tenía actitudes tan cariñosas hacia él. En aquellos momentos, él ni quiera sabía que era un hombre. No conocía a ningún otra hada de género masculino, a excepción de su hermano, y la verdad es que nunca había tenido mucho contacto con él. Por lo que, al fin y al cabo, lo único que le quedaba era interpretar un papel que incomodaba todo su ser. Siempre había sabido que había algo mal en él, y en aquellos momentos se acordó de su desgracia cuando se vio semidesnudo ante la multitud de personas que había en aquella plaza, observándole como si fuera un objeto de valor al ver los grilletes relucir en sus muñecas. Ariel corrió hacia un callejón cercano y desierto, lejos de las miradas de los extraños seres que le observaban.
Encontró paz allí y al buscar las magulladuras que se había hecho al caer, se encontró con que sus grilletes se habían roto. Los pesados armatostes cayeron al suelo, y tras tratar de agacharse para cogerlos, Ariel notó un fuerte dolor en su espalda. Parecía haberse lesionado tras haber caído del carro.
Comenzó a caminar, adentrándose en aquella ciudad, y pronto tropezó con el cuerpo de alguien, que estaba mojado.
Cayó una vez más y comenzó a temblar, asustado, rodeándose a sí mismo con sus extremidades superiores, tratando de mantener la calma. Su amo le mataría al saber que había perdido aquellos preciados grilletes. Pero, ¿acaso iba a volver?
Ariel alzó la mirada en cuanto la puerta se abrió, pero volvió a bajarla y comenzó a castigarse, clavándose las uñas en los brazos, avergonzado.
Se dijo a sí mismo que aquello había sido insolente y que a su amo no le habría gustado.
Necesitaba ayuda. Estaba tan deshidratado del viaje que ni siquiera era capaz de hablar, y tan débil que no podía volver a incorporarse a causa de la lesión de su espalda.
De nuevo intento huir, pero vuelvo a caer al suelo, esta vez, porque alguien se choca conmigo, lo que me hace perder el equilibrio y caer, igual que la otra persona. Miro a la persona con la que me he tropezado, estaba temblando, tenía miedo, alcé una ceja curiosa, por un momento me olvido de que intento huir de quien habita en esa casa. Sin embargo, ese pensamiento vuelvo a mi cabeza, cuando sigo la mirada de la otra persona y me topo con la puerta abriéndose.