Es imposible ignorar la hora punta por las mañanas. Todos los coches se acumulan en las calles, tintando el aire de color gris y rompiendo el silencio de la ciudad con sus desesperantes bocinazos. A veces da la sensación de que ni si quiera los débiles rayos de sol puede atravesar la espesa nube de humo, alargando así la noche y retrasando el amanecer.
A pesar de que el olor a tubo de escape amenaza con quemarme las fosas nasales, y tan pronto como giro la esquina, puedo percibir con facilidad el delicioso aroma de lo que hoy será mi desayuno.
Acelero el paso mientras me acerco a mi objetivo. La boca se me hace agua. Ya queda poco.
Como todos los lunes, puedo ver a Ricardo, el carnicero, salir por la puerta principal de la carnicería y girar rápidamente hacia el callejón. No le quito la vista de encima mientras le veo salir apresurado, cargando una bolsa con las sobras de la semana pasada, como todos los lunes hace. Observo como su silueta se adentra en las profundidades del callejón. Oigo la bolsa caer y, acto seguido, Ricardo aparece de entre las sombras, limpiándose las manos en los pantalones, listo para volver al local y comenzar a trabajar.
Abre la puerta, suena la campanita colgada sobre la entrada, y, a continuación, se escucha un portazo. Es la señal. Es mi momento.
No pierdo un segundo. Acelero el paso, pero lo suficiente como para llegar allí rápido sin levantar las sospechas de los humanos sentados en sus jaulas de metal, con la vista en los semáforos.
El callejón está oscuro todavía. La farola que rompí a pedradas hace a penas unos meses todavía sigue sin reparar, y la luz del sol parece haberse olvidado, por el momento, de este pequeño rincón. Todo es perfecto.
Me acerco al contenedor. Ni si quiera tengo que rebuscar demasiado: la bolsa de la basura de Ricardo es la única que hay en su interior.
Apoyo mi estómago en el borde del contenedor, me impulso con ambas manos y mis pies se despegan del suelo lo justo como para permitir inclinarme sin caer y alcanzar la bolsa. Mis dedos se enganchan en el plástico de esta y tiro de ella como si mi vida dependiera de ello. Bueno, en parte es verdad. Los dioses desterrados también comemos, desgraciadamente.
Saco la "chorretosa" bolsa del contenedor y, con las uñas, la desgarro desesperada. Tengo hambre. Llevo toda la semana esperando este momento. El olor a sangre me invade, y me hace perder la cabeza, y babear, y gruñir.
La carne cae de la bolsa y la agarro, como puedo, con las manos. La engullo sin si quiera mirar exactamente qué es. Algo de cordero, un par de filetes de pavo, salchichas. Mi estómago se llena tan rápido como la bolsa empieza a vaciarse.
Es justo en este preciso momento, cuando he bajado completa y accidentalmente mi guardia, que un ruido capta mi atención. Me giro y, frente a mi, está él.
Juancho está allí, en la entrada del callejón, mirándome fijamente. Yo le devuelvo la mirada, pero ninguno se mueve. La tensión podría cortarse con un cuchillo.
Esto es culpa mía. Yo he dejado que esto pase. Estaba tan centrada en comer que ni si quiera me había fijado en que él me seguía. Ahora, como consecuencia, está demasiado cerca de mi comida. Juancho mira obsesivamente las salchichas que, en el suelo, sobresalen a penas de la bolsa. Pero no va a conseguir nada. No va a quitarme ni un gramo de mis preciadas salchichas, ni uno solo, como que me llamo Chirenne.
Y es entonces cuando se mueve. Juancho da un amenazante paso hacia delante. Me meto a la boca el pedazo de carne que me quedaba en las manos y comienzo a masticar con todas mis fuerzas. El jugo de la carne cae por las comisuras de mi boca y siento que mis mejillas, infladas para contener toda la carne dentro, podrían reventar en cualquier momento. Mientras, Juancho corre veloz desde la entrada del callejón hasta mi posición. En un intento desesperado de empujarlo o arañarlo, lanzo mis manos hacia él, pero lo esquiva con agilidad.
Se mueve rápido el cabrón.
Juancho se cuela por debajo de mis piernas y agarra una de las salchichas por el extremo. Antes de que pueda darme cuenta ha echado a correr, y las otras tres salchichas cuelgan tras él, bailando en el aire, burlándose de mi.
Pero esto no ha terminado aquí.
Trago con velocidad la carne a medio masticar. Esta me raspa la garganta mientras echo a correr tras él. Lo persigo calle abajo, por la carretera, entre los coches. Juancho evita con gracia los vehículos, parados por el terrible atasco matutino. Yo, por mi parte, me veo obligada a pasar por encima de más de un coche. Ignoro si lo he llegado a manchar de jugo o sangre, no es mi problema. Tengo asuntos más importantes.
En un cruce transitado, Juancho se desvía hacia el Parque Central. A pesar de que la verja está cerrada, logra colarse entre los barrotes. Maldigo para mi misma.
El metal está frío y resbaloso por la escarcha que ha caído esta noche. Siento cómo se congelan mis manos mientras tiro de mi cuerpo hacia el otro lado de la verja. Finalmente logro saltarla, caer de pie y salir corriendo. Juancho me lleva varios metros de ventaja, pero el prado principal del parque es amplio y está despejado de árboles, no hay manera de que pueda perderlo de vista ahora. No puede escapar de mí. No esta vez, al menos.
No pienso dejar que se lleve mis salchichas.
Corre, Chirenne. ¡Corre, maldita!
Juancho se detiene, por fin. Es mi momento. En tan solo un par de segundos reduzco casi al completo la distancia que había entre nosotros.
Estiro los brazos, saboreando ya la victoria y las salchichas. Él se gira y me observa con maldad en los ojos. Y, cuando mis dedos están a punto de arrancar las salchichas de las garras de Juancho, solo entonces me doy cuenta.
Se ha parado frente a un gran charco.
No; se ha parado frente a un gran lago.
Esto no estaba aquí antes.
En el último segundo, Juancho se desliza ligeramente a la izquierda. Intento frenar pero es demasiado tarde, mis músculos no responden a tiempo y caigo.
El agua me acaricia la piel. El frío se cuela en mis huesos.
He perdido.
Nado hacia arriba. Saco la cabeza y me arrastro hasta la orilla, donde Juancho devora despreocupadamente las salchichas. Lo agarro por el cuello mientras intento, en vano, arrancarle la última salchicha que queda.
-¡Puto perro! -le grito, pero Juancho engulle lo que queda de las salchichas. Finalmente me mira, victorioso, y yo le empujo hacia un lado, frustrada. -¡Maldito perro callejero de mierda!
Me quedo allí, empapada, gritándole obscenidades al animal, hasta que un lejano chirriar me saca de mi airado trance.
Reconozco el sonido, es la verja de la entrada abriéndose.
Mis orejas se mueven en la dirección del sonido. Aguanto la respiración un segundo, como si esto fuera a ayudarme a escuchar mejor la lejana conversación de los dos hombres a la entrada del parque.
-Saltó un par de coches, llegó corriendo a la entrada del parque y saltó lal otro lado -dice una primera voz.
-Seguro que es ella. Hay que encontrarla.
Rápidamente, escondo mis orejas y cola y miro a Juancho una última vez antes de echar a correr.
-¡Todo esto es culpa tuya!
Rodeo el lago hasta llegar a una zona frondosa, abandonando al perro a su suerte. Decido esconderme aquí. Los matorrales son lo suficientemente densos como para que no me vean, y el parque, lo suficientemente grande como para que los dos oficiales se cansen de buscar y se marchen.
Apoyo en culo en el suelo y abrazo mis rodillas mientras me despego la ropa húmeda del cuerpo. Nunca me ha gustado esta sensación.
Maldito Juancho.
No pasan ni un minuto hasta que escucho los matorrales moverse a mi lado. De nuevo, aguanto la respiración, temiendo que hoy sea el día en el que me pillen por fin. Las ramas crujen. Alguien se acerca.
Juancho salta en mi dirección, echándoseme sobre mi como si me quisiera lo más mínimo.
-¡Vas a hacer que nos pillen a los dos, imbécil! -le susurro, quitándomelo de encima.
Lo siento a mi lado y lo rodeo con el brazo para que se esté quieto, a la par que le sujeto el hocico con mi mano mientras lo amenazo para que no haga ruido.
A un par de metros, las pisadas de los policías se aproximan a nosotros. Van charlando de otras cosas, eso es bueno, pero no debo bajar la guardia.
Diez minutos después, el Parque Central vuelve a sumergirse en el mayor silencio absoluto. Aún no me atrevo a salir, podrían estar esperando fuera. Será mejor que espere a la hora que se abre el parque, así podré esconderme entre la multitud para escapar de este lugar. Juancho, el muy asqueroso, está dormido a mi lado mientras yo tirito de frío, así que decido despertarlo empujándole hacia el matorral de al lado de una patada.
Juancho lloriquea del susto al aterrizar al otro lado de las hojas. Contengo una carcajada, saboreando la venganza. Preferiría haber saboreado las salchichas, pero me conformaré con esto.
Escucho a Juancho sacudirse y moverse de un lado a otro. Justo cuando estoy apunto de regañarle escucho, con horror, una débil risa.
Siento que se me para el corazón y todo el color abandona mi cuerpo.
Me acerco sigilosamente al lugar de donde proviene la pequeña risa. Muevo un par de ramas y hojas, y, a escondidas, logro ver la pálida silueta de una chica de pelo azul acariciando a Juancho.
¿Qué hace ella aquí? ¿Lleva todo el rato escondida también en el matorral? No, imposible.
¿Quién es?
Estoy a punto de pronunciar alguna de estas cuestiones cuando la misteriosa chica se gira.
Y me ve.